lunes, 11 de marzo de 2013

Algo se muere en el alma...

No es necesario que alguien muera para perderlo. En la vida vamos dejando atrás a muchos, que no quisieron seguirnos, que se alejaron sin despedirse, que se marcharon con excusas, o que nosotros dejamos marchar. Familia y amigos. Familia o amigos. Esas desapariciones duelen, nos hacen preguntarnos por qué, pasamos un pequeño duelo y seguimos con nuestra vida. Exactamente igual que cuando alguien muere.

Marah aprendió la lección de la muerte, de que la vida llega a su fin, cuando murió mi madre. La vida le dio un golpe duro, muy duro para una pequeña de dos años que había pasado mucho tiempo al cuidado de su abuela materna. De repente esa mujer desapareció de su vida. Y le dolió mucho. Durante mucho tiempo. Lloraba, preguntaba por ella. Y yo lloraba con ella. Se preguntaba por qué su abuela se fue al Cielo, si ella sólo quería jugar con ella, porqué ya no estaba con ella, por qué no bajaba a darle un beso. Y yo me lo preguntaba con ella. Pasó un duelo, noches con pesadillas, preguntando por ella a cada momento del día. Durante su duelo Marah me veía llorar, me abrazaba, me consolaba, y yo la abrazaba y la consolaba. Pasé el duelo con ella. Pero tuvo que seguir con su vida. Ir a la guardería, besar a la Luna cuando íbamos por la calle porque su abuela estaba con ella, echarla de menos pero aprender a vivir con su ausencia. Y yo seguí mi vida con ella, y aprendía a vivir con su ausencia.

Los amigos a la edad de Marah son amigos de verdad. Se dicen las verdades a la cara, muestran descontento cuando le quita el juguete, se enfadan y lo hacen saber, no se guardan nada que pueda producirles rencores. Se gritan, se empujan, y a los cinco minutos vuelven a ser amigos, porque no ha pasado nada grave. Eso,  si no interviene un adulto. Porque los adultos no somos como ellos. Forzamos la sonrisa aunque por dentro estemos deseando dar un empujón al otro, decirmos algo amable, intentamos mediar....

Los amigos a mi edad están siempre. Son pocos, pero se perciben. Nos decimos las verdades a la cara pero con diplomacia, y no nos empujamos, nos apoyamos los unos en los otros para ayudarnos a caminar por la vida.

Perdemos amigos a veces, aunque quizá nunca llegaron a serlo realmente. Pero siempre podermos seguir de la mano de los que, a pesar de todo, quieren continuar en nuestra vida.

Cuando murió mi madre me di cuenta de quiénes eran mis amigos. Tal vez hubiera preferido seguir suponiendo a algunos y no prestar atención a otros, pero no pude eligir.

La vida me lo mostró, al igual que me  mostró la grandeza de Marah pese a tener tan sólo dos años. Ella me sujetaba la mano, el alma, en los peores momentos.

Recuerdo, como si fuera ayer, su primer día de colegio. Ya había ido a la guardería, pero empezaba en el cole de mayores. Me pedí el día libre para poder llevarla yo. Íbamos paseando de la mano, con su saquet con el almuerzo colgado en la espalda. Le había preparado un conjuntode ropa que le había regalado mi madre por su cumpleaños; cuando se lo compró le estaba un poco grande y gracias a eso, aún le servía (aún lo conservo). Eran unas bermudas blancas y un suéter de media manga con rayas horizontales blancas y rosas. Se lo puse para que le diera suerte, como una especie de protección, o para que de algún modo mi madre no se perdiera su primer día de cole.
Mientras paseábamos, pensé en voz alta sin poder evitarto, y Marah me escuchó decir que ojalá la yaya pudiera ver lo mayor que era, y ella miró al Cielo, la Luna aún se podía ver. Instintivamente, yo también miré, y le dije: mira, la yaya está al lado de la luna. Seguro que te está viendo ir al cole. Y ella sonrió, como sólo sonríen los niños, con inocencia, y me dijo: sí, es verdad, la yaya está al lado de la Luna. Y con su pequeña manita de niña de tres años, miraba hacia el cielo mientras la agitaba y decía: hola yaya!!

Y así surgió, y cada vez que vamos por la calle y la Luna asoma, Marah la sigue salundado con la mano, cada día un poco más grande, y llamando a su yaya.

Las lágrimas siempre acuden a mis ojos cuando hablo de ti. Pero no me siento triste, o frustada. Ya no me siento culpable. Ya no me invade la tristeza de forma indefinida, ahora me da tregua. Ahora te siento dentro de mi corazón. Ya no lloro todos los días. Ya no cuido tu planta, que murió también. Ya no escribo aquella libreta que comencé a escribir cuando te fuiste.  Ahora "sólo" te echo de menos. Mamá.-